Hace poco el famosísimo Antonio Santiago me dijo: “tienes que leer esto”, así qué tomé el libro que me tendió y empecé a leer:
Dice que no la amo de verdad. Que digo que la quiero, que creo que la quiero, pero que no. He oído a más de uno decir que no quiere a alguien, ¿pero decidir por otro si ese otro lo ama o no? Con eso todavía no me había encontrado nunca. Aunque francamente me lo tengo merecido, porque quien con niños se acuesta… Hace ya medio año que me hincha la cabeza con lo mismo, metiéndose los dedos en la vagina después de cada cogida para comprobar si es verdad que me he venido, y yo, en vez de decirle algo fuerte, me limito a comentarle:
-No pasa nada, linda, todos nos sentimos un poco inseguros
Después de eso me interrumpí y le pregunte emocionado: ¿Quién es?, y él me dijo que no sabía, que un judío al que acaba de encontrar.
Terminé de leer ese primer cuento asombrado, con una sensación de frescor en la garganta, en los ojos, en la mente.
Por suerte la semana siguiente Tony llegó con una copia del libro, me la regaló y entonces puede seguir leyendo ese extraño descubrimiento. Día tras día me he internado en el universo del libro como si se tratara del sombrero de un mago, esperando a ver que tipo de ser aparecía ahora desde su negro fondo. Y el resultado casi nunca me ha decepcionado.
El siguiente paso fue buscar quién carajos era este escritor judío. Escribí “Etgar Keret” en el motor de búsqueda y picándole aquí y allá hallé varias cosas:
-que el libro que estaba leyendo (Extrañando a Kissinger) había vendido miles de ejemplares en el mundo y había sido traducido a un montón de idiomas (¡un libro de cuentos, no una novela!)
-que Etgar era un afamado guionista de televisión y cómics
-qué es guionista y director de cine
-que pronto se estrenaría una película con sus cuentos
Ahora, para no dejarlos con las ganas, aquí, en el diario de un chico trabajador, les dejo tres de sus cuentos, que les dirán mucho más de lo que yo pueda explicar acerca de porque me causaron esta impresión.
EXTRAÑANDO A KISSINGER
Dice que no la amo de verdad. Que digo que la quiero, que creo que la quiero, pero que no. He oído a más de uno decir que no quiere a alguien, ¿pero decidir por otro si ese otro lo ama o no? Con eso todavía no me había encontrado nunca. Aunque francamente me lo tengo merecido, porque quien con niños se acuesta… Hace ya medio año que me hincha la cabeza con lo mismo, metiéndose los dedos en la vagina después de cada cogida para comprobar si es verdad que me he venido, y yo, en vez de decirle algo fuerte, me limito a comentarle:
-No pasa nada, linda, todos nos sentimos un poco inseguros.
Ahora resulta que quiere que cortemos, porque ha decidido que no la quiero. ¿Y yo qué le digo? Si me pusiera a gritarle que es una tonta y que deje de calentarme la cabeza, se lo tomaría como una prueba más.
-Haz algo que me demuestre que me quieres –me dice.
¿Qué querrá que haga? ¿Qué podría hacer yo? Si por lo menos me lo dijera. Pero no. Porque cree que si la quiero de verdad, tengo que saberlo por mí mismo. A lo que sí está dispuesta es a darme una pista o a decirme lo que no tengo que hacer. Una de esas dos cosas, a escoger. O sea que le he dicho que diga lo que no quiere, así por lo menos sabremos algo. Porque lo que es seguro es que de sus pistas no voy a sacar nada claro.
-No quiero –dice ella- que te automutiles, que hagas algo como sacarte un ojo o cortarte una oreja, porque si le hicieras daño a alguien que amo, indirectamente me lo estarías haciendo también a mí. Además de que, decididamente, eso de hacerle daño a alguien que quieres no es ninguna prueba de amor.
La verdad es que yo nunca me haría daño aunque ella me lo pidiera. Pero ¿qué tendrá que ver que yo me saque un ojo con el amor? ¿Qué es lo que tengo que hacer? Ella no está dispuesta a revelármelo y sólo añade que se trata de algo que tampoco estaría bien que se lo hiciera a mi padre o a mis hermanos y hermanas. Yo, ante eso, me rindo y me digo que no tiene remedio, que gaga lo que haga de nada me va a servir. Ni a ella. Porque quien con fuego juega, acaba tatemado. Pero después, cuando estamos cogiendo y ella me clava su mirada fija hasta lo más profundo de las pupilas (nunca cierra los ojos cuando cogemos para que le meta en la boca la lengua de otro), de repente lo comprendo todo, como en una especie de iluminación.
-¿Se trata de mi madre? –le pregunto, pero se niega a contestarme.
-Si de verdad me quisieras, deberías saberlo por ti mismo.
Y después de lamerse con la lengua los dedos que se ha sacado de la vagina, me suelta:
-Ni se te ocurra traerme una oreja, un dedo, o algo parecido. Lo que yo quiero es el corazón, ¿me oyes? El corazón.
Todo el camino hacia Petah Tikva, que son dos autobuses, llevo conmigo el cuchillo. Un cuchillo de metro y medio que ocupa dos asientos. Hasta le he tenido que pagar boleto. Pero ¡qué no haría yo por ella, qué no haré por ti, linda! Toda la calle Stampfer la he bajado a pie con el cuchillo en la espalda como un árabe suicida cualquiera. Mi madre sabía de mi llegada, así es que me ha preparado un guiso con unas especias para morirse, como sólo ella sabe hacerlo. Me limito a comer en silencio sin pronunciar ni una sola palabra. Quien se traga las tunas con todo y espinas, que luego no se queje de almorranas.
-¿Cómo está Miri? –Pregunta mi madre-. ¿Está bien tu amada? ¿Sigue metiéndose esos dedos tan regordetes en la vagina?
-Bien –le respondo yo-, la verdad es que muy bien. Me ha pedido tu corazón. Ya sabes, para poder estar segura que la quiero.
-Llévale el de Baruj –se ríe-, es imposible que llegue a darse cuenta de que no es el mío.
-¡Ay, mamá! –Me enojo-, que no estamos en la fase de mentirnos, Miri y yo estamos en momento de sincerarnos.
-Está bien –suspira-, pues llévale el mío, que no quiero que se peleen por mi culpa, lo que me hace pensar, por cierto, ¿en dónde tienes tú la prueba para que tu madre que te ama que le demuestre que tú también le corresponde amándola un poquito?
Furioso, lanzo el corazón de Miri contra la mesa con un golpe seco. ¿Por qué no me creerán? ¿Por qué siempre me ponen a prueba? Y ahora, tengo que hacer el camino de vuelta en dos autobuses con este cuchillo y el corazón de mi madre. Y eso que seguro de que ella no estará en casa, que va a volver otra vez con su novio anterior. Aunque no culpo a nadie, sólo me culpo a mí mismo.
Hay dos clases de personas, a las que les gustar dormir del lado de la pared y a las que les gusta dormir al lado de las que las van a empujar fuera de la cama.
ROMPER EL CERDITO
Mi padre no accedió a comprarme un muñeco de Bart Simpson. Y eso que mi madre sí quería, pero mi padre no cedió y dijo que soy un caprichoso.
-¿Por qué se lo vamos a tener que comprar, eh? –le dijo a mi madre- . No tiene más que abrir la boca y tú ya te pones firme a sus órdenes.
Mi padre añadió que no tengo ningún respeto por el dinero, que si no aprendo a tenérselo ahora que soy pequeño, ¿cuándo voy a hacerlo? Los niños a los que les compran sin más muñecos de Bart Simpson se convierten en mayores en unos maleantes que roban en las tiendas porque se han acostumbrado a conseguir todo lo que se les antoja de la forma más fácil. Así es que en vez de un muñeco de Bart Simpson me compró un cerdito feísimo de cerámica con una ranura en el lomo, y ahora sí que me voy a criar siendo una persona de bien, ahora ya no me voy a convertir en un maleante.
Lo que tengo que hacer a partir de hoy, todas las mañanas, es tomarme una taza de cacao, aunque lo odio. El cacao con nata es un shekel; sin nata, medio shekel, pero si después de tomármelo voy directamente a vomitar, entonces no me dan nada. Las monedas se las voy echando al cerdito por el lomo, de manera que si lo sacudo hace ruido. Cuando en el cerdito haya tantas monedas que al sacudirlo no se oiga nada, entonces me regalarán un muñeco de Bart Simpson en patineta. Porque como dice mi padre, eso sí que es educar.
El caso es que el cerdito es muy lindo, tiene el hocico frío cuando uno se lo toca y, además, sonríe al meterle el shekel por el lomo, lo mismo que cuando sólo se le echa medio shekel, aunque lo mejor es que también sonríe cuando no se le echa nada. Además le he buscado un nombre, le he puesto Pesajson, como el hombre que tuvo nuestro buzón antes que nosotros, un buzón del que mi padre no consiguió arrancar la etiqueta. Pesajson no es como mis oros juguetes, es mucho más tranquilo, sin luces ni resortes, y sin pilas que le derramen su líquido por la cara. Lo único que hay que hacer es tenerlo vigilado para que no salte de la mesa.
-¡Pesajson, cuidado que eres de cerámica! –le digo cuando me doy cuenta de que se ha agachado un poco y mira al suelo, y entonces él me sonríe y espera pacientemente a que yo lo baje. Me encanta cuando sonríe; es sólo por él que me tomo el cacao con la nata todas las mañanas, para poderle echar el shekel por el lomo y ver que su sonrisa no cambia ni una pizca.
-Te quiero, Pesajson –le digo después-, y para ser sincero te diré que te quiero más que a papá y a mamá. Además siempre te querré, pase lo que pase, aunque atraque tiendas. ¡Pero si llegas a saltar de la mesa, pobre de ti!
Ayer vino mi padre, agarró a Pesajson y empezó a sacudirlo salvajemente boca abajo.
-Cuidado, papá –le dije-, a Pesajson le va a doler la panza –pero mi padre siguió como si nada.
-No hace ruido, ¿sabes lo que quiere decir eso, Yoavi? Que mañana vas a tener un Bart Simpson en patineta.
-¡Qué bien, papá! –le dije-. Un Bart Simpson en patineta, genial. Pero deja de sacudirlo, porque haces que se sienta mal.
Papá dejó a Pesajson en su sitio y fue a llamar a mi madre. Volvió al cabo de un minuto arrastrándola con una mano y agarrando un martillo con la otra.
-¿Ves cómo yo tenía razón? –le dijo a mi madre-, ahora sabrá valorar las cosas, ¿a que sí, Yoavi?
-Pues claro –le respondí –le respondí, porque la verdad es que así era, pero a los pocos minutos mi padre se impacientó y me espetó:
-¡Venga, rompe el cerdito de una vez!
-¿Qué –exclamé yo-. ¿Romper a Pesajson?
-Sí, sí, a Pesajson –insistió mi padre-. Anda, venga, rómpelo. Te mereces ese Bart Simpson, te lo has ganado a pulso.
Pesajson me brindó la melancólica sonrisa de un cerdito de cerámica que sabe que ha llegado su fin. Al diablo con el Bart Simpson, ¿cómo iba a darle un martillazo en la cabeza a un amigo?
-No quiero un Simpson –dije, y le devolví el martillo a mi padre-, me basta con Pesajson.
-No lo has entendido –me aclaró entonces mi padre-, no pasa nada, así es como se aprende, ven, lo voy a romper yo. Alzó el martillo mientras yo miraba los ojos desesperados de mi madre y luego la sonrisa fatigada de Pesajson, y entonces supe que todo dependía de mí, que si no hacía algo, Pesajson iba a morir.
-Papá –le dije sujetándolo de la pernera.
-¿Qué pasa, Yoavi? –me respondió con el martillo todavía en alto.
-Quiero un shekel más, por favor –le supliqué-, deja que le eche otro shekel, mañana, después del cacao, y entonces lo rompemos, mañana, lo prometo.
-¿Otro shekel? –sonrió mi padre, dejando el martillo sobre la mesa-. ¿Ves, mujer?, he conseguido que el niño tome conciencia.
-Eso, sí, conciencia –le dije-, mañana. –Y eso que las lágrimas ya me ahogaban la garganta.
Cuando ellos ya habían salido de la habitación abracé con mucha fuerza a Pesajson y di rienda suelta a mi llanto. Pesajson no decía nada, sino que muy calladito temblaba entre mis brazos.
-No te preocupes –le susurré al oído-, te voy a salvar.
Por la noche me quedé esperando a que mi padre terminara de ver la tele en la sala y se fuera a dormir. Entonces me levanté sin hacer ruido y me escabullí con Pesajson por la galería. Caminamos juntos muchísimo rato en medio de la oscuridad, hasta que llegamos a un campo lleno de ortigas.
-A los cerdos les encantan los campos –le dije a Pesajson mientras lo dejaba en el suelo-, especialmente los campos de ortigas. Vas a estar muy bien aquí.
Me quedé esperando una respuesta, pero Pesajson no dijo nada, y cuando le rocé el morro como gesto de despedida, se limitó a clavar en mí su melancólica mirada. Sabía que nunca más volvería a verme.
LA ESCUELA DE MAGIA
Nunca olvidaré la fiesta del final de la secundaria de la escuela de magia. El director hizo subir al escenario a los mejores diez graduados de la promoción, y cada uno de ellos hizo una demostración de sus habilidades. Eliav Morgenstein revoloteó por encima de los padres que componían el público como si fuera un pájaro. Elad Livnat convirtió unos cereales en aserrín y Avigail Pizsimons, que por entonces era novia mia, construyó un puente de cerillos que iba desde el escenario hasta el palco de honor, un puente que simbolizaba la relación existente entre la generación cósmica futura y el legado cósmico del pasado. Me sentí muy orgulloso de ella cuando lo hizo. Y es que, en general, aquella fue una noche muy especial. Al final nos dieron a todos un diploma y una medalla. En la medalla se leía: “Puedo hacerlo todo”, y la fecha en que terminamos los estudios. En el anverso aparecía grabado el lema de la organización internacional de magos: “El cielo no es el límite”. Me encanta ese lema. Todas las mañanas, durante mis cuatro años de estudios, detenía la bicicleta delante del portón de entrada de la universidad de los magos y lo leía de la gigantesca placa de mármol escrita en letras latinas. Allí en el portón había muchos mendigos, que siempre molestaban a quien se entretenía en la entrada, pidiendo dinero y otras cosas. Pero a mí no me importaba; me pasaba ahí todo el tiempo que faltaba para que diera comienzo la clase y repetía una y otra vez el lema. Porque eso me daba mucha fuerza.
En la universidad de los magos fui aceptado para pasar directamente al segundo ciclo, en el que la mayor parte de los estudios se basaban en el trabajo personal. Nos sentábamos frente a las computadoras del “puedo hacerlo todo” y pasábamos de un menú al otro en busca de un nuevo sortilegio en el que ejercitarnos. “Maduración de manzanas”, “Aumento de pecho (sólo mujeres)”, “Protección de tus seres queridos”, allí estaba todo. No había más que pasar por el menú y escoger.
A la ceremonia de la entrega de mi título de licenciado con grado no fue nadie a verme. Avigail y yo nos habíamos separado justo entonces, y mis padres habían muerto los dos hacía un par de meses en un accidente de avión. Había sido mi padre el que siempre me había empujado por el camino de la prestidigitación, y eso ya desde que era niño. Lamenté muchísimo que no pudiera verme ahora allí, en el estrado. Cada uno de los graduados podía hacer una demostración de algún punto de su tesis en la ceremonia de entrega de los títulos. Amikam Schneidman, que era sin dudas la gran esperanza isrraelí en el terreno de la magia clásica, mostró como convertía unos cuantos objetos inertes en seres vivos; Mahmud Al- Maari logró encogerse hasta un tamaño diminuto y conversar con cosas inexistentes. Yo maté a una vaca. Estaba pensando en otra cosa cuando salía del estacionamiento con el coche y ¡pum! Después de muerta se convirtió en una engrapadora de oficina.
Con mi título de licenciado con grado me marché a Estados Unidos. En Estados Unidos los magos están mucho mejor considerados que en Israel, además de que aquí ya no me quedaba nadie. Allí viajé muchísimo, siempre ene busca de lugares nuevos. Los magos no trabajan, ya que la prestidigitación no es un oficio; se limitan a ir de un lugar otro y a hacer lo que quieran. Yo, particularmente, cogía mucho, porque pasaba por un momento de gran éxito con las chicas. En cada ciudad salía con una distinta. En el extranjero los magos están rodeados como de un halo de prestigio, algo parecido a lo que les pasa en Israel a los pilotos, y las norteamericanas, sin que exista un motivo en especial, se entregan con facilidad a ellos.
No amé a ninguna, excepto a Mersi. La conocí en Nueva York, en el MacDonald’s en el que ella trabajaba de cajera. A los dos días nos fuimos a vivir juntos y ella dejó el trabajo. Nos pasábamos el día paseando por la ciudad, y cuando se nos terminaba el dinero yo mismo creaba unos cuantos billetes de latas vacías de bebidas con gas. Lo pasábamos muy bien. Ni por un momento pensé que un buen día aquello pudiera llegar a terminar. Pero en una ocasión bajamos al metro y pasamos por delante de un hombre al que le habían amputado las dos piernas. Estaba sentado en un rincón y junto a él había una lata de conserva vacía. Mersi me pidió que lo ayudara, de modo que tomé del suelo una lata de Coca- Cola de dieta y le hice cn ella un billete de cien. Puse el billete en la lata. El inválido parecía muy contento. Agitaba el billete con una mano y se palmeaba con entusiasmo el muñón izquierdo con la otra. Justo en ese momento llegó nuestro metro a la estación, pero Mersi no quiso subir. Dijo que no era suficiente. Busque más latas por el suelo, pero no encontré ninguna. Mersi dijo que no se trataba de eso, de dinero, que lo que quería era que le devolviera las piernas. No supe que decirle; porque el caso era que el tema de los discapacitados nunca se me había dado bien. Si se hubiera tratado de una enfermedad o de un defecto de nacimiento, todavía me habría visto capaz de improvisar algo, pero de cómo hacer brotar algo de unos simples muñones, yo no sabía absolutamente nada. Miré al tullido y el me miró a mí, al tiempo que me decía:
-Hey, no te preocupes. Me has dado cien dólares, que ya es algo.
Lo mismo opinaba yo, pero Mersi se puso realmente furiosa.
-De todos modos, si hay algo más que pueda hacer por usted- le pregunté, sobre todo para calmar a Mersi.
-¿Qué pueda hacer por mí? -se rió el tullido-. Sí, me encanta esa medalla que llevas en la chaqueta. ¿Podrías dejarme verla?
La idea no me entusiasmaba demasiado. pero no quería enfadar más a Mersi, así que le di la medalla. El tullido se la prendió en al mugrienta camisa.
-Mírame -se rió-, puedo hacerlo todo, compadre. Soy un loco hijo de puta que lo puede hacer todo.
De camino a casa Mersi lloro y dijo que me odiaba, que se marcahaba otra vez a trabajar con las hamburguesas y que no quería volver a verme nunca más. Al principio creí que se trataba de una rabieta pasajera, que en dos o tres paradas se le pasaría y que volveríamos abarzarnos y a hacer las paces.
Me equivocaba. En Union Square se bajó del vagón, las puertas se cerraron tras ella, y desde entonces no la he vuelto a ver. Yo me fui hasta la última parada, recogiendo latas y botellas del suelo y convirtiéndolas en dinero. Al salir a la calle llevaba ya más de seiscientos dólares. Era tarde, más de las dos. Regresé caminando en dirección a Manhattan, en busca de una tienda de bebidas alcohólicas que estuviera abierta las veinticuatro horas.
michelle dice
hola qetal?
bueno resulta qe llegue a tu pagina gracias a mi libro de lectura.
Me doy cuenta de qe en en veces de verdad vale la pena checar algo de lo que viene aqui.
Me ha gustado, creo qe es muy buena, pienso qe eres interesante, eso es bien.
Ojala y si te tomes el tiempo de leer tus comentarios . Hasta luego
Ciao
Ale dice
¡Hola Michelle! ¡Gracias por tu comentario! Qué bueno te pasaste por aquí.
Me gustará seguir leyendo tus comentarios y cualquier comentario y sugerencia que quieras hacer a la página… un abrazo y bienvenida…
michelle dice
Hey si contestaste haha perdon aveces es poco usual pero gracias!
Me dare vueltas por aca de vez en cuando para checar que nuevas traes, vale .
Nos vemos(:
ale dice
¡De lujo, Michell! estamos en contacto…
Pam dice
Keret es fabuloso, ya leíste su último libro?
Ale dice
Nooooo, todavía no, pero ya lo vi en la librería. ¿Tu ya lo leíste, qué tal está?
Pam dice
Lo compré y esta formado entre mis libros próximos, aunque tampoco he leído Pizzería Kamikaze. Sígueme, yo te sigo ya… pamhn
Ale dice
En twitter? no te encuentro… cual es tu nick?
Pam dice
aja @pamhn ahi ando entre tus followers… si me sigues ya podre contribuir a los #versosdecocina que se ven rebien…
Ale dice
Va…sí, ya te agregué, sólo necesito que me autorices porque tienes los tuits protegidos y, sí, me gustará mucho leer tus #versosdecocina