En el cuento de la semana este relato de José Luis Zárate, uno de los escritores mexicanos actuales más interesantes. Escribiendo siempre en el campo de la fantasía y la Ciencia Ficción, Zárate tiene cuentos y novelas muy interesantes. En España acaban de editar uno libro suyo , La máscara del héroe, que incluye tres de novelas, entre ellas: La ruta del hielo y la sal (aún no la he leído pero el tema suena muy interesante: nos relata lo que le sucedió al Démeter, el barco que zarpo de Transilvania hacia Londres con Drácula dentro y cuya historia no llegamos a conocer en el gran libro de Bram Stoker).
Me gustan los escritores como José Luis y me gusta que haya escritores así en México.
Si quieren leer más de Zárate háganlo en su blog o en su Twitter o en su Facebook. Si quieren algunos de sus libros, escríbanle a su blog, seguro les dice cómo conseguirlos.
Disfruten entonces de Luz Antigua.
LUZ ANTIGUA
Por José Luis Zárate
Un dolor constante en algún punto de la espalda, los músculos tirantes del cuello, la boca seca y el hastío: el pago de tantas horas al volante.
Dios detuvo el motor y se quedó ahí, mirando el parador. Un lugar patético y grasiento a la espera de chóferes, viajeros, almas perdidas.
Debería bajar y entrar a hacer lo que tenía que hacer. ¿Porqué no? Al mal paso darle prisa. Ella estaba ahí.
Su esposa.
Ex-esposa, se recordó Dios. Ex. Esposa.
En el pecho una opresión, la punta de los dedos vibrando, ansiosa. Deseaba un trago, un cigarrillo, a ella de vuelta.
La piel también causa adicción.
Lo mejor era arrancar de nuevo, meterse a la ruta, dejando todo atrás, tal vez buscarse un hermoso y adecuado muro y dirigirse a toda velocidad a él.
Sin desearlo realmente miró a ninguna parte. Lejos, 3 o 4 kilómetros al sur, algo acababa de morir, pequeño e insignificante. Un gato.
La piel tibia bajo el despiadado sol, los ojos abiertos al resplandor. No tardarían en evaporarse, en convertir el globo ocular en una reseca membrana blanquecina.
El cuerpo cantaba: los mil sonidos de la descomposición al iniciarse, del cerebro al morir minutos después de que el cuerpo se había rendido ya, crepitando. Siseo de bacterias, de gases al expandirse, de sangre depositándose en el punto más bajo. Mil vidas iniciándose en los desechos, mil desapareciendo. Tanta actividad en lo inerte.
Tanta que danzaba en lo inmóvil.
Dios parpadeó un par de veces y dejó de ver todo ello. Ahí sólo estaba la ruta. Él asándose estúpidamente dentro del auto.
Suspiró antes de bajar del vehículo. Caminó sin prisa hacia la entrada, buscando un par de monedas en los gastados pantalones.
Un café, le diría a ella. Un café y un par de minutos, por favor.
No le quedaba moneda alguna.
Debería prescindir del café. Aparte de atención no podía suplicar por ese líquido horrible que preparaba, por un par de huevos fritos crujientes de grasa, los bocados que llevaba días sin probar.
Al menos la gasolina había alcanzado.
Era tanto lo que necesitaba… pero no iba pedirle mucho a ella.
Un par de minutos, linda, sólo necesito que toques mi frente y me digas que no sientes el fragor, el millón de voces ahí dentro, gritando, presionando, contenidas apenas por el hueso, por la piel llena de sudor, por tu mano.
Tócame y sálvame de mí mismo, linda. De mis sentidos.
Déjame hundirme en tu piel, amor, deja que sea lo único que exista.
No pido más.
Hunde tu mano en mí y deja llevármela.
Justo ¿no? ¿Qué es una mano a cambio de una vida?. Mi vida.
Tal vez sólo deba pedir el café, se dijo Dios al entrar.
Dentro, un par de ventiladores movía apenas la atmósfera caliente. El sol levantaba el aroma a plástico de los asientos, diluyéndose en el olor de la comida frita, del sudor del par de chóferes que se habían refugiado ahí, hartos de la ruta.
Ella anotaba las ordenes.
Dios la miró.
Hace un par de años, no era un lugar de desesperación y abandono. Sólo un sitio. Él iba a verla y los dos reían de chistes tontos en la barra.
Repasó los recuerdos como si fueran el cuerpo del gato muerto, y ahí estaban ellos, felices y enamorados, una imagen cubierta de amargura, resentimiento y dolor.
Eso somos, se dijo, M&M´s de hiel, con un centro dulce. Cubiertos de tiempo y hechos y lo que hicimos de nuestras promesas.
Debería irse.
Ella no era esa mujer dulce y él ya no el que iba a verla cada tarde, al final de la ruta.
Yo Soy El Que Soy, se dijo. Por eso no iba a irse. Por qué debía decirle sobre el resplandor y el plano galáctico.
Tan sencillo como eso.
Debía saberlo.
Se sentó en un lugar, sin más compañía que un servilletero, y una tarjeta plástica del menú.
Carraspeó levemente y ella alzó la vista.
Se mantuvieron la mirada y ninguno pudo decirse que leyó en el otro.
Ella cerró su libreta, la metió en la bolsa del delantal y le dijo algo al de la cocina.
— Oh, por Dios — fue toda la respuesta, cargada de un tono más expresivo que esas tres palabras. “¿Por qué te haces esto? ¿para qué te molestas en hablarle siquiera? ¿no deseas que lo lance fuera de aquí? ¿por qué debo decirte algo que debería ser tan claro para ti?”
Ella se acercó, con la expresión de quien está agotado, hastiado, tal vez enfermo, pero sabe perfectamente que la larga jornada no ha hecho más que empezar.
Se acerca como si le hubieran servido un trago amargo que debe apurar, se dijo Dios.
Ella podía haber pedido que apartaran ese cáliz de sus labios, pero en lugar de ello se sentó frente a él.
— ¿Ahora qué, Carl?
Ojeras profundas, ojos enrojecidos. Ella tampoco dormía bien. ¿Por él? ¿penaba por él? ¿Por su lejanía o por las heridas frescas que dejó atrás?
Dios no pudo sostenerle la mirada, en cambio la dirigió afuera, a la carretera solitaria, el sol de mediodía, las corrientes del aire, esa cosa inasible que deslizaba sus mil extremidades obscenas a lo largo del continente, nadando entre la roca y la materia, supurando…
Tal vez fuera bueno que nadie más que él pudiera ver su piel enferma, varicosa, los parásitos adheridos que ocasionalmente atrapaban algo vivo, para lamer su esencia.
La cosa había avanzado poco ese día, derivaba y Dios supo que estaba muriéndose.
¿Dónde iniciaría su multitudinaria corrupción?
Había mundos pudriéndose con lo invisible.
Mundos…
Supo entonces exactamente qué decirle.
* * *
Ella había dejado las manos sobre la mesa, él las tomo suave, cuidadosamente.
La miro a los ojos.
— La luz que llega a la tierra es luz vieja — dijo.
Ella trató de apartarse.
— Leemos en ella historias pasadas, vemos el cielo y lo vemos como fue millones de años atrás. Si todo hubiera estallado en llamas nosotros no lo sabríamos siquiera. Linda, nadie ve lo que es sino lo que fue. Como si al observarnos en este instante sólo vieran lo enamorados que estuvimos…
— ¿Qué…?
— Espera, escúchame. Necesito decírtelo. Necesito contarte algo porque me ahogo. Por que me estoy hundiendo y debo contárselo a alguien.
Abrió las manos. Ella libre de huir. Se quedo ahí, como siempre se quedaba.
Dios sintió que la amaba más que nunca y que ella estaba lejos de él. Mil veces lejos.
— La galaxia es como el gas, ¿sabes?, hay tan poca materia en su estructura que parece una voluta de humo, burbuja de jabón: planetas, soles, agujeros negros, cuásares, todo ello separado unos de otros, casi independientes. Pero a veces, muy a veces, pueden influenciarse unos a otros. Pueden incendiarse mutuamente. Se han calentado, mil supernovas agravaron el asunto. Y están incendiándose. ¿Sabes lo que es que una galaxia se incendie a sí misma?¿sabes cuántos mundos van a ver a lo que consideran el Universo entero estallar en llamas? Eso es lo que pasa, amor, eso es lo que sucede.
— No entiendo…
— ¿Sabes cuál es el problema? Que no recuerdo por qué lo hice. No recuerdo el porqué freí toda una sección del Todo.
Una lágrima se deslizó lentamente por el rostro de ella, y la galaxia perdió importancia.
— Oh, Carl… — suspiró la mujer
Lenta, cuidadosamente, los dedos de la mujer tocaron su rostro, buscando sin esperanzas en la piel de Dios, quien reconoció el gesto.
Así era como ella acariciaba las cosas rotas.
* * *
De alguna manera ella lo abrazó, en alguna forma fueron a casa. Dios quizá lloró todo el camino, hablándole de cómo el mundo entero danzaba en lo inmóvil, como un gato muerto, de las cosas que le decía su propia piel y del incesante estruendo de las esferas girando allá arriba.
Tal vez ella lo desnudó lentamente y lo ayudó a quitarse un poco del abandono que lo ahogaba.
Pudiera ser que le ofreció sus labios porqué lo sentía perdido, posiblemente le dio su cuerpo como un refugio.
Dios acarició la piel de la mujer, mientras sentía que se quebraba.
El universo entero cantando para él. Como había cantado siempre desde que lo creó, como cantaría hasta el final del tiempo.
Era hermoso y terrible, pero sobre todo, demasiado.
Hubo un momento en que las pequeñas cosas importaron más, el dolor del matrimonio roto y la pérdida de ella importaron más, en que la voz de lo ido, de lo irremediablemente perdido, ahogó el fragor.
Ella cerró los ojos.
Dios se hundió en la carne de la mujer. Durante un terrible instante ella sintió que era dos seres, que Carl se había derretido dentro de su propia carne, no unidos por el sexo sino fusionados.
Gritó, no sabía si de placer, o miedo, o vértigo.
En ese instante infinito perdieron todo significado las galaxias… el choque… el canto…
* * *
Dios abrió los ojos, se sintió cansado, triste, sucio de si mismo.
¿Porqué había permitido que pasara? ¿por qué dejo que el sexo fuera la última, única expresión de cariño, de piedad?
Se puso de pie. Se vio al espejo.
¿Por qué dejaba hablar siempre al cuerpo? ¿no era más que un receptáculo?
¿Por ello regresaba él, siempre a su piel?
Dios se puso su vestido, sintió algo duro en un bolsillo.
Aún estaba ahí el pedido del día anterior.
Dos ordenes de carne asada, un par de cervezas, leyó.
Dudo entre dejar dormir a Carl o despertarlo. ¿Debería dejarlo en su casa, las puertas abierta de nuevo para él?
¿Lo amo? se preguntó Dios, sintiendo — levemente — el semen del hombre dentro de su cuerpo.
Lo averiguaría luego.
Era hora de trabajar.
A su pesar levantó la vista: ahí, noche adentro, donde nadie más podía verlo, entre las estrellas: un leve resplandor que tardaría un millón de años en llegar.