Tomado de las páginas de la serie de antologías clásicas de la serie “Stephen King Horrror” y especialmente del volumen 7, esta historia de Ray Russell, es el cuento de la semana.
Ray Russell fue un escritor gringo nacido en 1929 y muerto en 1999. Era especialmente bueno escribiendo cuentos aunque de una de sus novelas,” Sardonicus”, Stephen King dijera: “Es quizás uno de los mejores exemplos de gótico moderno jamás escrito”.
Ray trabajó durante años escribiendo notas de humor y cuentos para la revista playboy, para la que compiló la antología The Playboy Book of Horror and the Supernatural de 1967. Durante esos años la revista de Hugh Hefner publicaba en sus páginas a grandes escritores de ciencia ficción y fantasía, entre ellos a Ray Bradbury, Henry Slesar, Frederic Brown, Frederik Pohl, Richard Matheson, Jack Finney, Robert Bloch y a Kurt Vonnegut, cuyo mágnífico libro “Bienvenido a la casa del mono” apareció por primera vez publicado en las páginas de está revista junto a fotos de rubias de pechos enormes brincando desnudas.(lee un cuento de ese libro aquí)
Bueno, sin más, he aquí el divertidisimo, cachondo, muy cachondo cuento de Ray Russell, inspirado por cierto en el cuadro de Grant Wood(el mismo que ilustra esta entrada) llamado también gótico americano.
—
GÓTICO AMERICANO
por RAY RUSSELL
I
¿Queréis que os cuente el caso de la hechicera y el asesinato que tuvimos por estos lugares? Pues bien, ella era una poderosa hechicera, y ésta es una verdad como un templo; si hasta se sabía un montón de palabras raras y todo: en fin, la cuestión es que la cosa ocurrió hace mucho tiempo. He contado esta historia un montón de veces, pero creo que no me ocurrirá nada si la cuento ahora de nuevo.
Supongo que será mejor que empiece por hablaros de la muchachita que nos llevamos aquel verano a la granja. Era extranjera, de Hungría, Polonia, Pennsylvania o un país por el estilo. Tendría unos quince años. Más tonta que hecha de encargo, pero resultona.* Llevaba dos trenzas amarillas, y tenía los ojos del mismo color que la flor del maíz, y los senos más bien desarrollados… El suyo era el trasero más bonito que yo había visto en mi vida. En fin, un día, a mi hijo Jug se le ocurrió mirar a la chica cuando estaba agachada dando de comer a las gallinas, eso sería al primero o segundo día de trabajar para nosotros, y aquél fue el día en que se podría decir que Jug se hizo hombre.
La única pega era que no sabía cómo hacerlo. Por todos los diablos, el muchacho sólo tenía catorce años. Lo único que sabía era que cuando la chavala estaba agachada de aquella manera, con el vestido de tela de saco ceñido al trasero, él notaba aquella sensación en los tejanos, como si fuera cosa de magia. Y no sabía la razón. Pero ahí estaba. De modo que se acercó a la muchacha a grandes trancos, la miró directo a los ojos y se desabrochó los pantalones.
* A lo largo del relato, el lenguaje que el autor pone en boca de sus personajes es el propio de gente algo inculta. (N. de la T.)
—Mira esto —dijo—. ¿Has visto algo así alguna vez? Bueno, pues la chica no supo qué decir. La boca se le abrió como una pala mecánica. De todos modos, ni siquiera sabía hablar inglés. Y echó a correr.
Pero corrió hacia donde no debía. Se dirigió hacia el granero. Ése fue su gran error. Yo me quedé en la casa todo el rato, tomando café en la cocina, y desde allí oí sus gritos. Chillaba como un gorrino atascado. Después de aquello, los dos siguieron como una casa en llamas. La madre de Jug había muerto al nacer el chico, pobre. Yo la quería mucho. Está enterrada en el pastizal de atrás, debajo del olmo grande. Yo mismo crié a Jug. Tal vez por eso salió tan salvaje, no tuvo una madre que lo amansara y le enseñase modales. Jug no era su nombre verdadero. Yo lo llamaba así por sus orejas.*
Un día, la criada que habíamos contratado se me acercó, y en su inglés chapurreado me dijo que no le daba tiempo a hacer el trabajo, porque no podía quitarse a Jug de encima. Hablé con el muchacho.
—Papá —me dijo—, cuando veo a esa chica pasar por delante de mí, con ese vestido fino y esas piernas, esta puñetera cosa se me levanta como la cola de un zorro y no puedo hacer nada más que agarrarla y metérsela.
En aquel momento, la muchacha pasó por delante de la ventana, cargada con un cubo, y cuando vi de qué forma se le movía el trasero debajo del vestido, entendí lo que Jug quería decir. La mañana era fresca, y los pezones empujaban contra la tela como un par de cartuchos de escopeta.
—Ve a dar de comer a los cerdos —dije al muchacho—, que yo hablaré con la chica.
Jug salió disparado y yo también hice lo mismo, pero detrás de la chica. La alcancé cerca de la bomba y le dije que se tomara un descanso y volviese a la casa a beber una taza de café.
Cuando estaba sentada en la cocina, tomándose el café, a mí me dio por pensar en mi vida, y en lo solo que me encontraba. Y no paraba de mirar aquellas piernas de quince años, suaves y firmes. Y los senos. Y sus grandes ojos, azules y tontos.
—Niña —dije—, me parece que te vendría bien un baño. Y buena falta que le hacía. Así que calenté un poco de agua y llené la tina allí mismo, en el centro de la cocina. Le dije que se quitara el vestido. Al principio, no quería; pero luego supongo que pensó que podía fiarse de mí porque yo era como un padre o algo así; me imagino que le parecería un hombre mayor. Bueno, el caso es que se quitó el vestido, y por Judas, qué cuerpo tenía la niña. Casi no lo podía creer. Le pedí que se metiera en la tina, y entonces cogí la barra de jabón casero, me arrodillé cerca de la tina y empecé a enjabonarla a conciencia. La lavé por delante y por detrás. Le lavé las piernas. Para entonces, yo estaba ya medio loco.
* Jug: jarra, en inglés. (N. de la T.)
Cuando salió de la tina, toda brillante y mojada, y con olor a jabón, no pude aguantarme más. Allí mismo, en el suelo de la cocina, sobre una toalla grande, me la cepillé; y en verdad os digo que aquello fue como una ciruela blandita y madura, calentita por el sol, y tan llena de jugo dulce que se partía por el medio. Hacía mucho tiempo que no estaba con una mujer, y todo acabó antes de que pudiera decir ni pío.
Después, la envolví con la toalla grande, me la llevé arriba, al dormitorio, y me la cepillé de nuevo, pero despacio y con calma esta vez.
Claro que aquello no solucionó el problema. Más bien lo complicó. En lugar de perseguirla un moscardón, la perseguían dos. Cuando Jug no se la cepillaba, lo hacía yo. La chica no se quejaba, pero tampoco llevaba a cabo su trabajo. La granja se fue al carajo. Aunque la verdad es que nunca había sido una granja como Dios manda, apenas unas hectáreas, propiedad de mi mujer, por cierto. Ella la había heredado de su padre, y. como es natural, al morir ella pasó a ser mía. Pero, como ya he dicho, se fue derechita al carajo. Con tanto cepillarse a la niña, nadie se acordaba de arar los campos. Los cerdos llegaron a estar tan flacos que pensamos en el acto piadoso que sería matarlos para convertirlos en tocino antes de que enflaquecieran más. Nunca teníamos tiempo para darles de comer. Jug y yo estábamos siempre muy cansados. Pero tuve mano dura con el muchacho.
—Jug —dije un buen día—, sal de una vez y ordeña las vacas. Luego, engancha el caballo al arado. Además, hay un montón de paja por meter y…
—Vete a la porra, papá —respondió—. Si en esta granja hay trabajo por hacer, nos lo repartiremos entre los dos. No pienso romperme el culo ahí fuera durante todo el santo día, para que tú te quedes aquí, metiéndosela a la criada.
—Hijo, un poco más de respeto hacia tu padre.
—Mira, papá, no me vengas con esas mierdas.
Bueno, acabamos por repartirnos el trabajo, tal como él había dicho. También hicimos la parte que le tocaba a la chica. No nos parecía justo que trabajara cuando se ocupaba tan bien de nosotros en otros aspectos. Claro que como ya no hacía nada, dejamos de pagarle. Pero a ella no le importó. Tenía casa y comida. Y cocinaba para nosotros, claro; aunque era peor cocinera que Jug, que ya es decir. Pero nosotros sabíamos distinguir cuándo estábamos bien; o sea, que nos comíamos lo que preparaba.
Un día vino a vernos el predicador, el reverendo Simms. Era un tipo alto, huesudo y bizco, vestido de negro. Más o menos de mi edad. Su esposa tenía el rostro igualito al de George Washington en los billetes de dólar. Pero aquel día la había dejado en casa, detalle que fue de agradecer. Llegó a la granja, en su viejo y traqueteante cacharro, cuando yo estaba sentado en el porche de atrás, mientras fumaba mi pipa y miraba la rojiza puesta del sol.
—Hermano Taggott —me dijo.
—Buenas tardes, reverendo.
—He oído por ahí unos comentarios muy peculiares. Taggott. Parece ser que ha contratado usted a una muchacha extranjera para trabajar en la granja.
—Eso mismo. Es de Pennsylvania o algo parecido.
—Hermano, no pretendo ofenderle, porque sé que es usted un hombre de Dios, pero este asunto no me parece correcto. Quiero decir, que en la granja no hay ninguna otra mujer que pueda ocuparse de la muchacha. Sólo usted y su hijo. Y el chico…, en fin, ya tiene edad para fijarse en la niña. Y aquí la tiene, sola con dos hombres en una granja, y sin nadie que la proteja o le diga lo que está bien o está mal.
—Y según usted, ¿qué deberíamos hacer, reverendo?
—La chica es menor de edad. Tendría que estar en el orfanato del condado. Allí la pondrían a trabajar y le enseñarían los principios morales.
—¿Y cómo lo harían? Apenas habla inglés.
—También le enseñarán a hablar. Hermano Taggott, es la única manera decente de hacer las cosas. Mi esposa me ha dado la idea, y, que yo sepa, jamás se ha equivocado en cuestiones de moralidad y decencia.
—Bien, reverendo, supongo que usted y su señora tienen razón.
—Me alegra que lo tome así.
—La cuestión es que tal vez a la chica no le haga gracia ir a un orfanato. Le gusta esto.
—Eso no importa. Es por su propio bien.
—Ya lo sé. Pero ¿cómo voy a explicárselo? Apenas habla inglés; además, es más bruta que un arado.
—Hermano, la fe mueve montañas.
—Amén. ¿Sabe una cosa? Creo que será mejor que le hable usted.
—Buena idea.
—No sé. al ser usted un hombre de iglesia…
—Muy bien, hermano. Estoy de acuerdo. Si fuera tan amable de conducirme hasta ella, aclararé las cosas.
—Pase, reverendo. —Le llevé a la cocina y le serví una taza de café—. Siéntese un momento, que voy a decirle a la chica que está aquí.
Ella estaba en el dormitorio, descansando; como pude, le conté lo del reverendo y para qué estaba en la granja. Bueno, para ser sincero, no era verdad que no hablara inglés. Cuando yo y Jug llegamos a conocerla mejor, logramos entendernos con ella; además, la chica había aprendido algo de inglés y nosotros unas cuantas palabras de su lengua, y entre eso y las señas, incluso podíamos conversar. Le hice entender lo que el predicador se proponía, y luego bajé otra vez a la cocina.
—La encontrará arriba, reverendo. Le espera. Es toda suya.
—Gracias, hermano Taggott. La suya es una actitud muy encomiable.
—Yo quiero hacer lo que está bien, nada más. Y el reverendo subió.
Permaneció arriba una media hora. Cuando bajó, la chica no lo acompañaba.
—¿No se marcha con usted? —pregunté.
— Hermano Taggott, los designios del Señor son inescrutables.
—Amén.
—Y pueden pasar a través de una chiquilla.
—Una verdad indiscutible.
—Esa niña sencilla y sincera de ahí arriba me ha enseñado, a pesar de su incultura, que existen unos designios más elevados que los del hombre. Es la ley de Dios y del Amor.
—¡Aleluya!
—Según las leyes de los hombres, la chica debe ir al orfanato. Pero ¿puede una institución tan fría como ésa ofrecerle Amor? ¿Puede darle el sencillo calor humano que recibe en esta casa?
—Claro que no.
—En efecto, hermano. Por eso he decidido que la niña debe quedarse aquí, bajo su tutela.
—Lo que usted diga, reverendo.
—Pero debo imponer una condición.
—¿Cuál?
—Es verdad que usted puede cubrir casi todas las necesidades materiales de esa niña. Le da una casa. Un techo para guarecerse de la lluvia. Comida con que alimentar su cuerpo. Y ese Amor tan importante al que acabo de referirme. La única cosa que no puede usted proporcionarle, hermano Taggot, es consejo espiritual. De manera que la cuestión es ésta: permitiré que la chica se quede con usted, «siempre y cuando» yo pueda venir y verla a solas, para darle orientación espiritual. Digamos… una vez a la semana; ¿qué le parece?
—¿Qué tal el viernes por la noche, después de cenar?
—Muy bien. Me va estupendamente.
Cuando se dirigió hacia la puerta, me acordé de una cosa y le pregunté:
—Oiga, reverendo, ¿y la señora Simms?
—Yo me encargaré de ella, no se preocupe.
Después de aquello, las cosas marcharon bastante bien durante un tiempo. Yo y Jug estábamos contentos. La chica que habíamos contratado no se quejaba. Cada viernes, después de la cena, aparecía el reverendo, se la llevaba a un sitio apartado y la aconsejaba espiritualmente durante unos veinte minutos. La vida fluía como el agua de un arroyo.
Hasta que un día, la señora Simms se presentó en la granja en aquel cacharro. Se detuvo justo delante de mí y me miró de frente, con aquellas chapas de botella de Coca-Cola que tenía por ojos. No quiero decir con esto que fuera fea. Aquel rostro habría parecido muy atractivo en un hombre. Pero en una mujer, no encajaba.
—Señor Taggot…
Tenía una voz muy parecida a la de Dewey Elgin, el bajo del coro de la iglesia.
—Señora.
—Esa chica a la que mi marido ha estado aconsejando espiritualmente…
—Sí, señora.
—Quiero verla.
—Muy bien. Si tiene la bondad de seguirme…
Se apeó del cacharro y me siguió de cerca mientras me dirigía hacia la casa. Me tenía preocupado lo que pudiera ver en ella. Si la criada que habíamos contratado estaba arriba con Jug, no habría problemas, porque tendría tiempo más que suficiente para hacer salir a Jug por la puerta lateral y preparar a la chica para que estuviera presentable, antes de que la esposa del reverendo le echara una ojeada. Pero si la muchacha se encontraba en la cocina, fregando platos o limpiando los fogones, era probable que estuviese tan desnuda como Dios la trajo al mundo. Le había dado por pasearse en cueros por la casa casi todo el tiempo. No se lo recrimino. En vista de cómo estaban las cosas entre ella. Jug y yo, no valía la pena que se molestara en vestirse.
Me adelanté a la señora Simms, me dirigí rápidamente al porche trasero y entré en la cocina. No hubo problemas. La chica llevaba un vestido. Incluso se había calzado. Me intrigó saber de dónde habría sacado los zapatos, hasta que me acordé de que pertenecieron a la mamá de Jug. Eran unos zapatos de vestir que se había comprado en cierta ocasión. De color rojo brillante. Con unos tacones de cinco centímetros y una abertura delante por donde se le veían los dedos. Con aquellos zapatos, las piernas de la chica se veían más bonitas que de costumbre, y estuve a punto de pedirle que se los quitara y los escondiera debajo del fregadero cuando detrás de mí oí cerrarse de golpe la puerta mosquitera y sentí aquella mirada tan fría clavada en mi nuca.
—Muchacha, ha venido a verte la señora Simms —dije—. Muy amable de su parte, ¿no te parece?
La señora Simms miró a la chica de la cabeza a los pies. Puedo jurar que aquello fue como si una víbora estuviera observando a un pajarillo.
—¿Cómo se llama, señorita? —le preguntó. La muchacha se lo dijo—. ¿Le gusta vivir en la granja de los Taggot?
La chica asintió con la cabeza. La señora Simms la perforó con los ojos. Después, la agarró del brazo.
—Está bastante gordita —observó—. Según parece, no la matan de hambre. En cambio, «a usted» se le ve muy demacrado, señor Taggott…
La verdad, tenía razón. Estaba demacrado; casi en los huesos. Y a Jug le ocurría lo mismo. Como los cerdos, que se habían quedado tan flacos que nosotros dos estábamos siempre demasiado cansados para darles de comer.
Entonces, la señora Simms me dijo algo raro en verdad. Todo mezclado con unas palabras que sonaban extranjeras, no como las de la criada que habíamos contratado, más bien sonaban a franchute, como el que hablaba mi viejo tío Maynard al volver de la guerra mundial, mamuasel de Armentiers, parlivú y cosas así. Lo que la señora Simms dijo sonó más o menos así:
—La Bel dom son mer sí. — Luego lo repitió otra vez—: La Bel dom son mer sí te ha esclavizado. Dios se apiade de ti.
—Amén —añadí.
Y lo hice porque es lo que digo siempre cuando se menciona el nombre de Dios, sobre todo si lo menciona un predicador, o la esposa de un predicador. Con esto no quiero decir que supiese de qué hablaba. Supongo que sería algo de las Escrituras, porque aquella mujer tenía mucha educación.
—Buenos días. señor Taggott —me dijo.
Después dio media vuelta y se marchó cerrando de un golpazo la puerta mosquitera.
Juro que respiré mucho mejor cuando oí que su cacharro se ponía en marcha y bajaba traqueteando por el camino.
A partir de entonces, los problemas empezaron.
II
Unos días más tarde, la chica me dijo que estaba preñada.
—¿Qué? Ella asintió.
—¿Estás segura? —pregunté. Me contestó por señas.
—Jesús, María y José —repuse; después le pregunté—: ¿De quién es? No entendió mi pregunta.
—El padre. E] papá. El papaíto. ¿Yo? ¿Jug? «¿Quién?»
La muchacha se encogió de hombros. Fue como un mazazo para mí.
Encontré a Jug en el granero, durmiendo como un tronco entre la paja. Le sacudí una patada en el trasero y se sentó más tieso que un palo.
—¿Qué cuernos te pasa, papá? —gritó.
—La criada tiene un bollo en el horno.
—¡Qué bien! Porque tengo un hambre que me comería un oso con garras y todo.
—¡Imbécil, que está preñada!
—¡Jesús, María y José! —exclamó.
—¿Qué vamos a hacer?
—¿Me lo preguntas a mí? ¡Yo soy joven todavía!
—¡Tienes edad suficiente para cepillarte a la chica!
— ¡Y tú tienes edad suficiente para saber lo que iba a pasar!
—Muchacho, métete esto en la cabeza: alguien tendrá que casarse con ella.
—¡Joder, papá, yo no quiero casarme!
—Yo tampoco. Ya tuve bastante con casarme con tu madre cuando quedó preñada de ti. No me van a cazar por segunda vez.
—Ahí está la cosa, papá…. tú ya estás acostumbrado. ¡Note pasará nada!
—A ti tampoco te ocurrirá nada. Todo hombre que se precie debe casarse al menos una vez en su vida. Pero dos veces son demasiadas. Yo ya he cumplido. Ahora te toca a ti.
— ¡Joder, papá, el crío podría ser tuyo! ¡Eso lo convertiría en mi medio hermano!
—¡Y si yo me casara con la chica y el crío fuera tuyo, yo sería el abuelo! En fin, muchacho, que nos hemos metido en un buen lío. En aquel momento, oí el cacharro del reverendo.
—¿Qué día es hoy? —pregunté.
—Viernes.
—Volvamos a casa. Tenemos que hablar con el pastor. Al reverendo Simms no le entusiasmaba demasiado hablar con nosotros; él quería quedarse a solas con la chica para darle consejo espiritual…. hasta que le dimos la noticia. Quitó la mano del hombro de la muchacha como si se tratara de un hierro al rojo vivo.
—Comprendo —dijo—. ¿Y qué piensa hacer?
—Reverendo —respondí yo—, no hay muchas salidas. Tendrá que desposar a la chica.
—¡Yo!
—Quiero decir que deberá casarla con uno de nosotros dos, y por la iglesia, tal como está mandado.
—Ah, ya —dijo, como si le faltaran las fuerzas.
—Pero ¿cuál de nosotros? —pregunté.
—¿Cuál? Pues, el que… el que… —Y ahí se detuvo en seco para rascarse la cabeza—. Ah, ya comprendo el problema.
Nos quedamos en la cocina durante un rato, sin decir palabra. Después, saqué una jarra con licor de maíz. Le serví un vaso al reverendo (que estaba pálido como un muerto) y escancié otro para mí.
—Papá, ¿no puedo tomar un poco? —preguntó Jug.
—Eres muy joven todavía —contesté.
El predicador y yo levantamos los vasos, nos metimos el licor entre pecho y espalda, nos estremecimos y esperamos sus efectos. Sólo tardaron cinco segundos en producirse. Como si un par de herraduras nos hubiera caído en la cabeza.
—La puta madre… —dije yo.
—Señor. Señor —murmuró el reverendo.
—La muchacha tendrá que elegir —dijo cuando recuperó el aliento. Entonces fuimos y se lo preguntamos. Pero no hizo más que encogerse de hombros y poner expresión de tonta.
—Tal como están las cosas, ¿por qué no lanzamos una moneda al aire? —preguntó el predicador.
—No me parece justo —dije—. De ese modo todo depende de la suerte. Tendríamos que utilizar algo más parecido a un juego; algo que exija un poco de maña.
—¿Tiene una baraja? —preguntó el reverendo.
—No.
—¿Y dados?
—Tampoco.
—Me alegra saber que su casa no guarda esos instrumentos del demonio, hermano Taggott, pero ¿cómo cuernos vamos a decidir entonces?
Le contestó Jug:
—Con esos juegos que montan en las ferias. Carreras de sacos. O atrapar al cerdito untado de grasa.
—Estoy demasiado viejo para una carrera de sacos —protesté—. Me ganarías.
—Pero no estás demasiado viejo para atrapar a un cerdo engrasado, papá. El año pasado lograste agarrar uno. Yo te vi.
—El chico tiene razón —convine—. Los dos tenemos práctica en eso de atrapar cerdos engrasados.
—Entonces sería un enfrentamiento justo —comentó el reverendo
Simms.
—Supongo.
—La única pega es que no tenemos cerdos —dijo Jug.
—¿Que no tienen cerdos? —inquirió el predicador.
—Matamos al último la semana pasada —le expliqué, con un chasquido de los dedos; se me había olvidado por completo el detalle.
—¡Espléndido! —exclamó el predicador—. Los problemas crecen y se multiplican. ¿Podríamos tomar un poco más de esa cosa, hermano? Quizá nos aclare la mente.
Serví otros dos vasos de la jarra y nos los echamos al coleto.
—Señor, Señor —dije.
—La puta madre —masculló el reverendo. El licor no nos refrescó la mente, pero al parecer sí se la refrescó a Jug; quizá fuera el efecto del olor. El caso es que sugirió:
—Reverendo, ¿y si engrasáramos a la muchacha?
Bien, debo reconocer aquí y ahora que si el predicador y yo hubiéramos estado en estado normal, la idea de Jug no hubiese pasado de ahí; pero, a aquellas alturas, los dos llevábamos entre pecho y espalda casi medio litro de aquel recio licor, así que no nos pareció tan mala. Todavía nos pareció mejor cuando tomamos otro par de vasos. Tal como el reverendo dijo, era muy apropiado. Al fin y al cabo, por decirlo de alguna manera, el premio iba a ser la chica, de modo que, ¿por qué no engrasarla a ella?
Así que salimos todos y nos fuimos detrás del establo. Para entonces, el sol ya se había puesto, pero había luna llena; o sea, que veíamos bien. Si había algo que nos sobraba era grasa de cerdo. Jug y yo sacamos un barril. Tratamos de explicarle a la chica lo que hacíamos, pero no sé si nos entendió. Se portó bien y no se movió cuando Jug y yo le quitamos el vestido y la untamos de grasa desde la barbilla hasta la planta de los pies. Si nunca habéis untado grasa con vuestras propias manos por todo el cuerpo a una muchacha corpulenta y desnuda, os juro, aquí y ahora, que os habéis perdido algo bueno. En cuestión de nada, la muchacha estuvo tan resbaladiza como una trucha recién pescada.
—¿Le parece que está lista, reverendo? —pregunté.
—Supongo que sí.
En ese momento, sentí algo muy extraño, como un temblor que me recorrió todo el cuerpo, y sin motivo alguno. Quizá fuera la luz de la luna, que hacía que todo pareciera frío y azul; como ya he dicho, había luna llena. Hasta la muchacha, así desnuda y brillante como un pez, parecía fría.
Pero quizá fuera por otra causa. Porque recuerdo que pensé —al ver a Jug y al reverendo allí de pie, tan flacos y chupados, a la luz de la luna, y a sabiendas de que yo no tenía mejor aspecto que ellos—, recuerdo que pensé en la grasa que llevaba en las manos, la grasa con la que acababa de untar a la muchacha…. bueno, pensé que la habíamos sacado de los cerdos que matamos antes de tiempo porque se habían quedado muy flacos, pues nunca nos decidíamos a darles de comer, porque Jug y yo estábamos muy cansados de tanto cepillarnos a la criada…
No sé si me entendéis, es como si aquella muchachita nos hubiese chupado las fuerzas y nos hubiera dejado esmirriados; nos había consumido a mí, a Jug y al predicador hasta dejarnos hechos unos trapos, y hasta se podía decir que había consumido a los cerdos hasta el punto de que tuvimos que sacrificarlos y convertirlos en grasa para untársela a ella por todo el cuerpo. Ella era el único ser de la granja que seguía saludable, relleno…
Pero los pensamientos estúpidos como éste volaron de mi cabeza cuando el reverendo me habló.
—Sí, hermano Taggott, supongo que la muchacha ha absorbido toda la grasa de cerdo que su dulce cuerpecito puede aguantar.
—¡Entonces, empecemos, papá! —gritó Jug—. ¡Me muero por atrapar a esa chica entre mis brazos y clavarla al suelo! ¡Tengo tantas ganas que estoy a punto de reventar!
—Pero antes —dijo el predicador—, hemos de establecer ciertas reglas. Normalmente, gana la persona que atrapa al cerdo. Pero si tenemos en cuenta que ni uno ni otro se siente demasiado ansioso por llevar a la muchacha al altar, puede que ninguno de los dos se esfuerce demasiado por atraparla. De modo que deberemos invertir las reglas. Quien atrape a la muchacha, la perderá. Y quien no la atrape, la ganará y habrá de casarse con ella.
Aquello representó un obstáculo para mi plan, porque eso era justamente lo que yo pretendía: dejarla escapar adrede. Pero el predicador me ganó por la mano.
—Reverendo, para que todo sea más justo —dijo Jug—, ¿no le parece que yo y mi papá deberíamos desnudarnos?
—Vamos, Jug —protesté yo—. Estoy demasiado viejo para esas cosas. Además, hace un poco de fresco.
—Hermano, he de admitir que el muchacho tiene razón —dijo el predicador—. Si los dos van desnudos como Adán, entonces nadie podrá decir que las ropas del vencedor eran más ásperas que las del perdedor. Eso igualaría las cosas.
Jug y yo nos quitamos la ropa y en cueros vivos nos quedamos allí de pie, como un par de idiotas.
—Hermano Taggott —dijo entonces el predicador—, su edad le da derecho a intentarlo en primer lugar.
—De acuerdo —repuse—, pero con la condición de que volvamos a untarla de grasa cuando mi turno haya acabado. No seré tan tonto como para llevarme toda la grasa y facilitarle así las cosas a Jug.
El predicador asintió.
—En ese caso —dijo—, ayudaré a aplicar otra capa de grasa.
—Me lo imaginaba.
Sacó del bolsillo un reloj enorme.
—Este reloj pertenecía a un jugador. Lo utilizaba para cronometrar caballos. Al comprender lo errado de sus costumbres y salvarle, en señal de gratitud, me lo regaló a mí. Cada uno tendrá sesenta segundos exactos para atrapar a la niña. Hermano, antes de comenzar, sugiero que celebremos este evento tomándonos otro traguito de esa jarra que, según he comprobado, ha traído con usted.
Le entregué la jarra, él se la llevó a la boca y se echó al coleto como un cuarto de litro. Cuando me la devolvió, yo hice otro tanto. Jug volvió a pedirme si podía beber un poco y yo le repetí que no.
—¿Preparado, hermano Taggott? —me preguntó el predicador.
—Preparado. Miró su reloj y gritó:
—¡A por ella, pues!
La muchacha echó a correr y yo fui tras ella. Cuando rodeamos en la esquina del bebedero de los cerdos, la así del hombro pero se me resbaló. Después, cuando pasábamos delante de la leña apilada, la agarré por la cintura y la tiré al suelo. Se me escapó de entre las manos como una rana. La apreté por los senos, pero se me soltaron de las manos como si fueran un par de melocotones pelados. Le hundí los dedos en el trasero, pero también se me resbalaron los dos cachetes. Traté de agarrarla por los muslos, pero mis manos se deslizaron a lo largo de sus piernas hasta las rodillas, luego hasta los tobillos, y la chica escapó.
—¡Tiempo! —aulló el reverendo Simms. Yo iba cubierto de grasa de cerdo de la cabeza a los pies. Llevaba más grasa que la chica.
—¡Has ganado, papá! —gritó Jug.
—Todavía no —protesté —. A lo mejor empatamos. Volvamos a untar a la chica.
El predicador nos echó una mano; esta vez, la muchacha vio dónde estaba la diversión, y todo el tiempo que nos pasamos untándola de grasa se lo pasó riendo y chillando.
—¿Preparado, Jug? —preguntó el reverendo cuando terminamos la faena.
—¡Sí, señor reverendo, y tan preparado! Que estaba preparado saltaba a la vista, tendría que haber estado ciego para no darme cuenta.
El reverendo volvió a mirar el reloj y gritó:
—¡Ya, muchacho!
Salió tras ella como el sabueso tras la liebre. La chica lo hizo correr de lo lindo: hasta el retrete, y de vuelta hasta los pastizales de atrás. Entonces ella tropezó con una raíz, cayó boca abajo y Jug se le sentó encima. El se aferró a ella como si de eso dependiera su vida. ¿Que si la chica no se retorció y luchó? ¡Aquí estoy yo para jurar que lo hizo! En un momento dado, estuvo a punto de escapársele, pero entonces la oímos chillar como un cerdo atascado y supuse que Jug la había clavado al suelo, tal como dijo que haría.
¿No lo entendéis? La culpa fue del licor de maíz. Me volvió tan torpe que no logré agarrarla bien. Pero Jug no había probado una sola gota del destilado casero.
—Se ha acabado el tiempo y la chica sigue en el suelo —anunció el reverendo—. Supongo que gana el muchacho. Quiero decir, pierde. La chica seguía chillando como si la estuvieran matando.
—¡Jug! —grité—. Suelta a la muchacha ahora mismo, ¿me has oído?
—En seguida… papá… —me contestó, casi sin aliento.
—¡Ahora mismo! —volví a gritar—. ¡Esa muchacha es mi futura esposa!
—Con todo respeto, sugiero un enlace rápido —dijo el predicador—. ¿Qué le parece mañana por la mañana, a eso de las diez? No venga antes, porque a las nueve he de bautizar al hijo de Geer.
—¿De Jed Geer? Creí que en la guerra le habían destrozado las partes.
—Ya se lo dije en otra ocasión, y se lo vuelvo a repetir ahora, hermano Taggott: los designios del Señor son inescrutables.
—Amén. ¿Jug? ¡Deja que la chica se levante!
—Sí, papá. ¡Ya… ya acabo!
Bueno, pues así fue como me comprometí con la criada que habíamos contratado. Lo de la boda fue otra historia.
A la mañana siguiente, muy temprano, nos lavamos a fondo hasta quedar relucientes. Jug iba a hacerme de padrino. Ya estaba lo bastante crecido como para llevar el traje azul a rayas que yo usaba los domingos; en cuanto a mí, me puse el viejo traje negro con colas que cuelgan por atrás que perteneció al padre de la mamá de Jug. Lo heredé junto con la granja. Sólo me lo había puesto en dos ocasiones: para mi primera boda y cuando asistí al entierro de la mamá de Jug. Era mi deseo que me enterraran con ese mismo traje. Con mucho trabajo logramos meter a la muchacha en el viejo vestido blanco que había pertenecido a la mamá de Jug. Aquello fue como meter dos kilos de forraje en un saco de un kilo de capacidad. La mamá de Jug era una cosita delgaducha, mientras que la criada que habíamos contratado no lo era, lo puedo asegurar. Le quedaba bien y no pasaría nada con tal de que no se sentara, ni se agachase, ni respirara. También se puso los zapatos rojos. Estaba muy guapa.
—Como para comérsela —comentó la señora Simms, cuando la vio de pie, en medio de la cocina, arreglada para la boda.
La mujer del reverendo vino en el cacharro para llevar a la muchacha hasta la iglesia y entregarla en matrimonio. Yo y Jug tuvimos que ir en el carro. La esposa del reverendo dijo que no quedaba bien que llegásemos todos juntos, o alguna tontería parecida. Así que até el caballo al carro y yo y Jug partimos para la iglesia.
Cuando llegamos, encontramos al reverendo Simms esperándonos en la puerta.
—Buenos días, hermano Taggott. Está usted emperifollado como un pavo de Navidad.
—Muy amable por su parte.
—¿Y dónde está la ruborosa novia?
—Su esposa la trae hacia aquí en su cacharro, reverendo. Yo y Jug vinimos en el carro.
—Vaya, la señora Simms no me ha comentado nada de eso. Bueno, supongo que no tardarán en llegar.
Pasó media hora antes de que el cacharro se acercara a la iglesia, traqueteando y echando humo. La señora Simms se apeó, pero de la criada que habíamos contratado no vimos ni rastro. Yo estaba acalorado de tanto esperar, y cuando vi que la chica no venía con ella, no pude más y la interpelé a gritos:
—¿Dónde cuernos está la muchacha?
—Donde no brilla la luna, señor Taggott, ni el sol —replicó—. Oye, quiero hablar contigo —dijo el reverendo.
Lo condujo al interior de la iglesia y nos dejó a mí y a Jug, allí de pie, como un par de terneros recién nacidos.
Más tarde, el reverendo me lo explicó todo. No me enteré ni de la mitad, pero a lo mejor vosotros lo entendéis bien. Al parecer, su señora supo lo que hacíamos los tres en el momento mismo en que le puso los ojos encima a la chica. Se dio cuenta de que no era como la gente normal. Una basura del extranjero, ¿me explico? La señora Simms conocía el tema, y, como os he dicho ya, era una poderosa hechicera, por eso dijo que la muchacha era una chupa no sé qué, dijo que existían muchas como ella en el país del que venía, y que había un montón de libros escritos sobre ellos, y también poemas, como La Bel dom son mer sí. Dijo que nos estaba chupando la vida a mí, a Jug y al reverendo, y que la única forma de acabar con uno de ellos era clavándole una estaca en el corazón. O sea que eso fue lo que hizo, y enterró a la muchacha en mi granja, en el pastizal de atrás, debajo del enorme olmo, junto a mi esposa. Así que, después de todo, no tuve que volverá casarme.
La señora Simms dijo que la chica ni siquiera era de Pennsylvania, como habíamos creído, sino de otro lugar llamado Transilvania, me parece.
A veces, por las noches, incluso ahora, no sabéis cómo echo de menos a la muchacha. Cuando me siento solo, pienso mucho en ella, y recuerdo cómo le brillaba la luz de la luna sobre el cuerpo desnudo, volviéndose azul, y entonces no me importa un pimiento si era o no lo que la señora Simms dijo.
Claro que el sheriff no se creyó una sola palabra y la acusó de asesinato. El móvil fueron los consejos espirituales que el reverendo le daba a la chica una vez por semana. Dicen que la declararon no culpable por enajenación mental y fue a parar a un manicomio. Si cuando entró no estaba loca, seguro que sí lo estaría diez años más tarde, cuando murió sin haber salido.
Y juro por éstas que no me he inventado nada.
Osvaldo el caballero de reggae dice
yeahh asi me la imagine tambien men es uno de los mejores cuento eroticos bueno mas bien es el unico que he leido así pa que me hago jajaj jejeje
Héctor dice
Está muy bueno el cuento, yo creo que todos los cuentos deberían tener una escena de sexo, hahahaha.