El siguiente cuento es parte de un cuento más grande, de una historia armada por muchas otras historias. Lo escuché por primera vez en la pasada feria del libro de Guadalajara en una conferencia sobre poesía y novela árabe contemporanea. Lo escribió Rabih Alameddine, escritor libanes radicado en Estados Unidos. A su lado, en la conferencia, una poeta árabe-francesa, guapisima, llamada Maram al Masri encandiló a todos con sus ojos y no digo sus poemas, por que llegué algo tarde y sólo pude oir la siguiente historia que, igual que a todos los demás asistentes, me dejó frío.
Aquí, pues, una de las historias de El contador de historias, el último libro de Rabih Alameddine.
Una vez, no hace mucho tiempo, había un niño de tu misma edad, que vivía con su familia en un pequeño pueblo, no muy distinto a este, no muy lejos de aquí. La familia no tenía mucho dinero. El padre era albañil, la madre se ocupaba de las labores domésticas y era una gran cocinera. Todos los hijos tenían tareas asignadas: nuestro héroe era el pastor de la familia.
Todas las mañanas llevaba a las ovejas hasta los campos. Las veía pastar, se aseguraba de que no se alejaban y las protegía de zorros, lobos y hienas indeseables. Las ovejas apreciaban al niño, así que no se apartaban mucho de él. Su trabajo se convirtió en una tarea fácil que le dejaba tiempo para jugar. Al principio jugaba con palos y piedras; formó un cuadrado a base de ramas y construyó un corral, con piedrecitas como si fueran ovejas. Pero luego los corderitos se acercaron al falso corral, para llamar su atención. Así que dejó de jugar con piedras y palos y se convirtió en un cordero más: saltaba con ellos, se revolcaba como ellos y fingía mascar los arbustos silvestres de lavanda. Era uno más del rebaño.
Aquella noche al volver a casa pensó que se había divertido tanto jugando que desearía ser un cordero. Antes de acostarse oyó que sus padres discutían por temas de dinero.
-Tenemos tantas bocas que alimentar. Se quejaba la madre-. ¿Cómo vamos a conseguir comida para todos?
-Tenemos las ovejas -la tranquilizó el padre-. Tenemos un poco de dinero. Yo trabajo. Sobreviviremos. Hemos sobrevivido durante generaciones.
Pero siguieron discutiendo, y el chico no pudo conciliar el sueño.
Al día siguiente él y los corderos volvieron a jugar con las ovejas como únicos testigos. El chico y los corderitos corrieron, retozaron y chocaron unos con otros. Volvió a casa muy contento, pero al abrir la puerta, ansioso por contarles a sus padres lo mucho que había disfrutado ese día, los encontró discutiendo de nuevo.
-¿Cómo has podido prometer algo así? –preguntaba la madre-.
No tenemos suficiente comida para nuestros hijos, ¿y quieres dar un banquete? ¿Es que no tienes cabeza? ¿No comprendes lo grave de nuestra situación?
-¿Cómo te atreves? -gritó el padre a la madre-. Estamos hablando del bey. Es un honor. Se presencia bendecirá esta casa. No comprendo como puedes pensar que no lo quieres en casa. La mayoría de la gente moriría por disfrutar de una oportunidad igual.
-¿Qué ha hecho el bey por mi familia?- susurró la madre.
El padre le propinó una bofetada. El niño corrió a su cuarto.
Antes de dormirse, nuestro héroe rezó. Deseó ser un cordero y poder pasarse el día sn más preocupaciones que corretear por los pastos. Deseó que su familia fuera feliz. Deseó ser él quien les proporcionara esa felicidad. Al día siguiente despertó en el corral de las ovejas. Miró a su alrededor y vio a todos sus amigos, los demás corderos, y se sintió feliz por hallarse con ellos, por ser finalmente un cordero más. Balaban con alegría. Todos brincaban.
El padre y la madre salieron juntos de la casa y se encaminaron hacia el corral.
-Peligro, peligro-dijo la oveja de más edad-. Los malvados se acercan.
-No, no-dijo el chico-. No son malos. Son mi familia.
– Cuando esos dos vienen juntos -dijo otra oveja-, una de nosotras desaparece.
El padre y la madre entraron en el corral. Intentaron decidir que cordero escoger.
-Miradme-gritaba el chico-. Miradme. Miradme.
– Este-dijo la madre-. Hace mucho ruido.
-Parece tierno y jugoso- añadió el padre. Puso el lazo alrededor de la cabeza del niño y lo sacó del corral.
-¡Pobre cordero! –dijo la más vieja de las ovejas mientras todas veían cómo se lo llevaban.
Papá, papá -decía el corderito-. Ahora soy un cordero. ¿No te parece un milagro?
Y su padre cogió el cuchillo y le rajó la garganta.
Y el corderito vio cómo brotaba su propia sangre.
Y el padre le cortó la cabeza.
Y el padre le colgó de los tobillos para que se desangrara.
Y la madre empezó a despellejarlo con sus propias manos. Levantaba un pedacito de piel y golpeaba entre piel y cuerpo, levantaba, golpeaba, levantaba, golpeaba, hasta que por fin llegó al último fragmento de piel en sus tobillos. Y le amputó los pies y las manos. Y le sacó las entrañas. Y su madre lo asó a fuego lento.
Su padre esperaba. Su madre cocinaba. Sus hermanos ayudaron a poner la mesa bajo el roble gigantesco. Sus hermanas limpiaron la casa, esmerándose. Se vistieron con sus mejores galas. A la hora del almuerzo, se colocaron en fila y esperaron. La madre se preguntó donde se habría metido nuestro héroe. Sus hermanos apuntaron que probablemente soñando despierto, como siempre. Aquel crío escurridizo se había vuelto a librar de sus tareas. La familia esperó, esperó y esperó. Por fin llegó el alcalde y anunció que el bey había decidido no venir al pueblo.
El cordero estaba dispuesto en el centro de la mesa. Toda la familia salivaba.
-Hoy te has superado a ti misma -dijo el padre a la madre.
-Este cordero tenía una carne especialmente suculenta-dijo la madre.
Y el niño notó como su padre lo cortaba.
-Id pasando los platos, niños –dijo la madre—Hoy comeremos bien para variar.
Y el niño sintió cómo sus hermanos le mordían la carne. Cómo sus hermanas masticaban jugosos trozos de él.
-Sabe tan bien-dijeron sus hermanos.
– La mejor comida de nuestras vidas-dijeron sus hermanas.
Y la madre le extrajo el estómago. Sus hermanos y hermanas se pelearon por sus intestinos.
-Toma esto, querida –dijo el padre- Sé que te encanta.
-Y tú esto querido- repuso la madre-. Sé que te encanta.
– Soy muy feliz -dijo el padre.
-Soy muy feliz -convino la madre.
Y el niño sintió como su madre le mordía los testículos.
Y el niño sintió cómo su padre se tragaba un pedazo de su corazón.
Y el niño fue feliz.
Diana dice
La factura de este cuento es genial. Me fascina la labor que haces al compartirlo con nostros tus ciberlectores. Te mando un beso y un abrazo agradecido. Nos vemos al ratito en la escuela.
Ale dice
Gracias Diana… qué chido que te pasas por aquí… un abrazo y nos vemos en la escuela.
karla dice
Hoooooo! ouch medio locochon! jamas había leído un cuento así me gustan los cuentos pero este tiene un fondo amplio…
Ale dice
Sí, está raro, a mi me pareció muy bueno, lo malo es que el libro está chafa, casi casi este cuento es lo único que se rescata.
Catriela Soleri dice
Una lectura buenísima para compartir con los amigos veganos, vegetarianos, y hasta con los carnívoros. Es un recordatorio excelente de que todos somos hermanos.
Anónimo dice
¡Sí, jeje! No se me había ocurrido recomendársela a un vegetariano pero sí, jeje, sería genial.