En 1571, a los 38 años, Michel de Montaigne se retiró a una de las torres de su castillo, en Burdeos, Francia, para pasar los años que le quedaban de vida escribiendo. Desde ahí podía contemplar una amplia extensión de campo que se extendía más allá de sus propiedades. Sí la vista no le inspiraba lo suficiente sólo tenía que mirar dentro del estudio en el que trabajaba, en la parte más alta de la torre; decenas de vigas atravesaban el techo y en cada una de ellas había una cita; todas estaban escritas en latín y talladas cuidadosamente en la superficie de la madera: “Soy hombre y nada humano me es ajeno”, “No seas más sabio de lo necesario, se sabio con moderación”, “La vida más feliz es estar sin pensamientos”, “Por qué atormentarte con preocupaciones que están fuera de tu entorno”.
Al principio no sabía de que escribir. Tardó algún tiempo en encontrar un tema que lo emocionara, y cuando finalmente lo hizo, escribió algunas de las paginas más sinceras y conmovedoras en la historia de la literatura; era un tema revolucionario y original. Pero antes, tenía que advertir a sus lectores:
“Este es un libro de buena fe, lector. Desde el comienzo te advertirá que con él no persigo ningún fin trascendental, sino sólo privado y familiar; tampoco me propongo con mi obra prestarte ningún servicio, ni con ella trabajo para mi gloria, que mis fuerzas no alcanzan al logro de tal designio. Lo consagro a la comodidad particular de mis parientes y amigos para que, cuando yo muera (lo que acontecerá pronto), puedan encontrar en él algunos rasgos de mi condición y humor, y por este medio conserven más completo y más vivo el conocimiento que de mí tuvieron…” “…Así, lector, sabe que yo mismo soy el contenido de mi libro, lo cual no es razón para que pierdas tu tiempo en un asunto tan frívolo y tan baladí. Adiós, pues.”
Por supuesto, leer a Montaigne es todo menos perder el tiempo, es como dar de beber al cuerpo un gran vaso de agua fresca. Es refrescante estar en sus páginas y ver ahí sus riñones, sus tristezas, las noticias y eventos que veía todos los días, sus emociones y lo que sentía al estar en este mundo, día tras día, envuelto en el mismo misterio que nosotros cuatrocientos años más tarde, enredado en su cuerpo, en sus experiencias.
Lo más interesante y sorpresivo de sus ensayos ha sido oír en ellos el eco de mí mismo, como si no nos separaran cuatro siglos, como si hubieran sido escritos en este momento y hablaran específicamente de los problemas que vivimos ahora.
Una y otra vez Montaigne regresa al mismo asunto: “La más fiera de nuestras enfermedades consiste en despreciar nuestro ser”. Y apartar de esa premisa, puede escribir de todo: “De la tristeza” de “Cómo lo porvenir nos preocupa más que lo presente”, “Del miedo”, de “Que filosofar es prepararse a morir”, “De los caníbales”, “De los olores”, “De los pulgares” y, entre otros más, “De la experiencia”, siempre desde sus propio ser. Ahí, en su torre, lo que mejor podía ver era así mismo. Y no necesitaba más que a sí mismo para hablar del mundo y del terrible daño que nos hacemos cuando dejamos de escucharnos.
Su pensamiento fluye siempre por causes sencillos. Su filosofía insiste en alejarse de la filosofía común, la filosofía de la división y las categorías donde lo más importante es el análisis mental y la clasificación de las cosas en conceptos. Por esos sus ensayos son prácticos, por eso parecen hablar de nosotros mismos, por eso parecen ser el primer libro de autoayuda de la historia. ¿Cómo lo hace?¿cómo alguien tan viejo puede ser tan contemporáneo? Montaigne habla de males que muchos teóricos han querido encontrar exclusivamente en nuestra sociedad, males que los críticos han decretado consecuencia directa de la salvaje despersonalización que trajo la revolución industrial, o de la apatía y el consumismo que según ellos viven en el corazón de la Modernidad: baja autoestima, incomodidad con nuestros propios cuerpos, el construir nuestra vida en base a modelos externos (querer lucir tan delgados como los modelos, o creer que nuestra felicidad depende de encontrar al amor de nuestras vidas).
Bueno, pues, todo eso, era exactamente igual hace 400 años. Montaigne, por ejemplo, habla de una mujer que sentía tanta pena porque la vieran masticar que se escondía detrás de una cortina a la hora de la comida, o de un hombre que se suicidó después tener un ataque incontrolable de pedos en un banquete.Me sorprende imaginar a los hombres de esa época avergonzados de sí mismos, queriendo esconder sus cuerpos bajos capas y capas de telas incómodas, ocultando sus rostros bajo la sombras que las tenues luces de los castillos arrojaban a los muros, queriendo lucir tan bellos como los retratos de los príncipes o tan hermosas como las duquesas escotadas con las caras llenas de polvos a las que veían en sus carros, cada tanto, cruzando el pueblo.
Montaigne consigue hablar de ello de un modo revelador y actual, porque no imitó a los escritores de su época, porque en su vida no siguió las rígidas normas que le recomendaban los doctores o una religión que ya en esos tiempos era un armatoste inflexible, viejo y cristalizado. Lo logró porque buscó dentro de sí, apartó el ruido de las ideas preconcebidas, de los dogmas y las conclusiones que otros hombres ridículos habían dado como definitivas. Por eso es tan fresco: se sumergió en las mareas, los acantilados y los terrenos escarpados de su propio corazón.
Y siempre que un escritor o artista de cualquier tipo voltea hacia adentro, logra lo mismo, sin importar la época, resulta ser contemporáneo y hablar de temas que nos son inmediatos y urgentes, que nos revelan a quienes contemplamos su obra, cosas sobre nosotros mismos, que aunque ya las sabíamos, nos saltan a la cara como un relámpago. Eso pasa con Montaigne; leerlo es una continua confirmación interna, como si la parte de mí que no piensa y analiza estuviera leyendo su propia historia, asintiendo con la cabeza mientras recorre sus palabras, con los ojos muy abiertos, diciendo: “sí, sí, esto es así, claro, no puede ser de otra manera”.
Aquí, un ejemplo de algo de todo lo que dice Montaigne, tomado de su ensayo “De la experiencia”.
“Entre las opiniones de la filosofía abrazo mejor las más sólidas, esto es, las más nuestras y humanas. Mis discursos, de acuerdo con mis costumbres, son bajos y humildes, y opino que la filosofía incurre en puerilidad cuando se engríe para predicarnos; cuando entiende que es rudo enlace unir lo divino con lo terreno, lo razonable con lo irrazonable, lo severo con lo indulgente y lo honesto con lo deshonesto; cuando piensa que la voluptuosidad es cosa brutal e indigna del sabio, y cuando afirma que el único placer que se obtienen de una esposa joven y bella es el placer de hacer una cosa adaptada al orden general, como el que se calza las botas para una cabalgata útil”.
“Si queréis alguna vez examinar las imaginaciones y comentarios que tal o cual sujeto se pone en la cabeza y con los que separa su pensamiento de una buena comida, y lamenta el tiempo empleado en alimentarse, hallareis que en toda la vanidad de los manjares de vuestra mesa no hay nada tan vano como esas divagaciones de su alma, y descubriréis que todos sus discursos e intenciones no valen lo que vuestra olla podrida.
Los que aspiran a salirse de sí mismos y escapar al hombre que son, incurren en la locura, y en vez de transformare en ángeles se transforman en bestias”.
“Detesto tener el espíritu en las nubes cuando tenemos el cuerpo ante la mesa; no quiero que el espíritu se paralice ni encenague, si no que se aplique, no que se apoltrone si no que se asiente. Aristipo sólo se cuidaba del cuerpo, como si no tuviésemos alma; Zenón sólo atendía el alma, como si no tuviéramos cuerpo; y los dos obraban viciosamente… … el verdadero justo medio se ve en Sócrates. Cuando bailo, bailo; cuando duermo, duermo…”
“Prefiero entenderme bien yo mismo que según Cicerón. Con mi experiencia propia encuentro bastante para hacerme sabio, si de ella fuera buen estudiante”.
No escucharnos y buscar modelos en los demás ha sido siempre una característica del hombre, una inclinación contra la cual Montaigne nos advierte una y otra vez, un lastre que nos ha acompañado desde el principio, pegado a nosotros como una sanguijuela, como una enfermedad que opaca el verdadero brillo de nuestra piel, que esconde el tono único de nuestro ser y lo cubre con una capa genérica que imita a hombres supuestamente hermosos que en realidad no existen.
“Es perfección absoluta, y semejante a la divina, saber gozar realmente del propio ser. Buscamos otras condiciones porque entendemos las nuestras, y nos salimos de nosotros mismos por ignorar lo que nos compete hacer. Aunque andemos con zancos, siempre andaremos con nuestras piernas, y en el más elevado trono del mundo siempre sobre nuestro culo nos sentamos”.
María Moreno dice
La fortuna me trajo hasta este blog mientras buscaba comentarios sobre Montaigne. Todo tu trabajo es bellísimo. Me encanta el hombre en el que te has convertido. Enhorabuena.
Ale dice
¡Gracias! Qué chido que llegaste y que te gustó: ¡Un abrazo!
Maya dice
Buscando en las páginas de mi cuaderno de notas los garabatos con que había apuntado la bibliografía del mes, me encontré con la dirección de tu blog. No recordaba haberla apuntado, así que, curiosa, he entrado. ¡Mira que sorpresa me he llevado! Divertido, fresco, interesante. Volveré más seguido por aquí…
Ale dice
¡Hey, qué chido! Qué bueno que llegaste hasta aquí.. ya me metí a tu blog, me gustó… ¡felicidades por la nueva etapa!
karla dice
Me gusta esta fluido, practico y den ganas de leerte mas … pensaba en esto que decía FOUCAULT “El hombre es una invención cuya fecha reciente muestra con toda facilidad la arqueología de nuestro pensamiento. Y quizá también su próximo fin.”
Ale dice
¡Hey, qué bueno que te gustó! Yo todavía no he leído a Foucault, pero lo tendré que poner en mi lista de libros por leer, ¡qué son muchos!
¡Bienvenida, me gusta leerte por aquí! ¿tienes algún blog?
karla dice
Si te lo recomiendo a mi me gusta! y pues aun el blog lo construyo jaja espero pronto compartirlo Saludos!
Ale dice
Va, cuando ya lo tengas me avisas, para visitarlo! más saludos!